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Érase una vez un hombre enamorado del amor que nunca se había enamorado. Desde que era un enano veía que el amor lo rodeaba de maneras variadas y fascinantes, empezando por la obsesión que tenía su vecina con las orquídeas llegando hasta el que salía por las lágrimas a su prima cada vez que recordaba a su padre. El amor lo tentaba, le animaba a repartir el también tiempo, cariño y sueños, pero nunca llegaba. Lo había intentado con todas sus fuerzas cada vez que veía a una extraña con un brillo en los ojos que le gustase, pero no había forma. No había ningún nerviosismo ni cosquilleo en el fondo del estómago, nada parecido a lo que el amor era.
Entonces se asustó. Se sentía insensible: sin amor nada podía dañarlo, nada podía ponerlo contento. No tenía más sentimientos que una piedra. Deseó poder sufrir, llorar de tristeza o melancolía, pero todo le era distante y ajeno. La falta de emociones lo envolvió como una manta pesada que no podía evitar cargar, se volvió huraño y antipático. Nada le apasionaba, no conseguía odiar nada.
Una vez en sus interminables paseos por las calles de la ciudad en los que pensaba y pensaba en su vida y vivencias se encontró a una chica sentada en la acera desierta. El se quedó quieto, le preguntó que le ocurría. Vio como la niña lloraba y tenía arañazos en los brazos, peñizcos y moratones. Ella no contestó, seguía sollozando. Volvió a preguntar, esta vez que quién había sido el que le había hecho daño. Ella misma, dijo.
Por qué? se preguntaba él. Se lo repitió cien veces, mil veces, pero la chica de los ojos tristes no parecía escucharlo. Se sentó a su lado, mirando a la nada, en silencio. Algunos coches pasaban a su lado haciendo un ruido lejano, paralelo a ellos. Al poco rato comenzó a llover, pero ninguno de los dos se movió. La inmensidad los rodeaba y a la vez los separaba del resto del mundo. La chica le dijo como si fuera el peor de sus temores la historia de como lo había conocido a él en el supermercado y como lo comenzó a querer con toda su persona. Le dijo la primera vez que habían hablado y como sonreía cada vez que escuchaba su nombre, cuando le robó un beso y el mundo se había derretido bajo a sus pies, su primera, segunda, tercera cita. Aquel día cuando estaban en el parque y un grupo de niñas les habían dicho que eran adorables juntos. Le relató el momento cuando empezó a sentir que ya no era lo de antes, que él se veía distraído y ausente, las excusas que le contaba para no estar con ella. Le susurró cómo se enteró de la infidelidad. Como ella lo había dejado entre gritos de furia que en realidad era la tristeza camuflada. Lloró sus pensamientos, que la asustaba estar en casa y que sus padres quisieran saber. Por eso estaba allí.
Después de soltarlo todo, la chica sonrió y le agradeció escuchar. No sabía a quien contárselo ni cómo sacárselo de los hombros y ahora se le veía más relajada. Había parado de llorar. Se levantó, se secó la cara y se fue.
El hombre se metió en la cama con una lucecita en la mente. Y si...? Sin saberlo, aquella niña lo había curado. Al fin tenía un propósito.
La mañana siguiente fue a la plaza de la ciudad con un par de sillas plegables y un cartel. Se sentó en una y esperó, como había hecho la noche anterior. Había descubierto que lo único que le hacía feliz era el amor de otras personas, los sentimientos de otros, los pensamientos de otros. ''Escucho historias de amor'' rezaba su cartel. Desde ese día ese hombre se pasa la vida escuchando, riendo y emocionándose con la gente y sus historias, tan diferentes, tan iguales. Y así el hombre se enamoró de la gente y de lo único puro que tiene el hombre, ese ser tan lleno de defectos humanos. El amor. 

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